miércoles, 12 de agosto de 2009

No es más que un cuento…


             No veo el mar, pero lo siento.

 

 
Cada fin de semana, mejor dicho, desde el mismo viernes por la tarde, después de acabar su jornada laboral en el departamento de compras de una gran multinacional, se acercaba a la playa paseando tranquilamente.
Sabía que era afortunado porque encontrar un trabajo de acuerdo con sus posibilidades y tan cerca de casa y de su amada costa no estaba al alcance de cualquiera. Y era lo que siempre había soñado. Hace cinco años no hubiera podido imaginarse una situación más cómoda para su existencia.
Muchas veces camino de la playa se recordaba a sí mismo lo afortunado que era y lo satisfecho que debería sentirse. Era un privilegiado. Inmediatamente después de esa afirmación, él mismo se replicaba con otra de signo contrario: daría todo lo que es y lo que tiene por cumplir su sueño.
Era en ese momento, cuando se acercaba a la costa y le alcanzaba el olor del salitre y la brisa húmeda le dejaba en el rostro la huella inconfundible de su mar, cuando su imaginación se le adelantaba y ya buscaba un lugar en la orilla donde sentarse. Eran incontables las veces que hacía el mismo recorrido a lo largo del año y siempre, los últimos metros, lo hacía como un autómata. Su cuerpo seguía las indicaciones que su mente, desde la orilla, le daba. Sus sentidos, todos, estaban pendientes del acercamiento. Relajaba todos sus músculos y dejaba que todas las olas del mar, que todos sus sonidos, que toda su enormidad le invadieran. Si en verano, dejaba de sentir calor; si en invierno, dejaba de sentir frío. Se aislaba del entorno y dejaba de oír las voces a su alrededor.
Se concentraba en los sonidos que el mar le hacía llegar. Los susurros al oído, del mar tranquilo con brisa suave. Los rugidos del enfurecido mar, tormentoso, amenazador con golpes de viento dolorosos y dardos de agua hirientes. Él se limitaba a escuchar, a sentir. Lo concebía como su amigo, incluso en los desasosegadores días de tormenta, en las revueltas jornadas de ráfagas cambiantes que fustigaban su rostro.
Pero los que más le gustaban eran los de suave murmullo de tranquila conversación, con alternancias en la palabra -olas que vienen y van-, caricias de tibia brisa, como los gestos que acompañan el diálogo de dos amantes.
Entonces fantaseaba y se imaginaba la playa con una arena tan blanca que en los días de verano brillaba como un espejo. Con las voces de los niños que jugaban a su alrededor y parecía que no se cansaban nunca, ¡pasa la bola, que remato!, a ver quien salta más lejos, ¿a que no haces una voltereta sin manos? Los mayores hablando en voz alta de sus intimidades con sus vecinos de toalla, como si no hubiera nadie más a su alrededor, pues el mío ya no es tan activo como antes, tú ya me entiendes, pues yo hace meses que lo finjo para no desanimarlo. Mira esa chavala, quién la pillara, cambio una de cincuenta por dos de veinticinco, ja ja ja. Ese padre histérico preocupado por su niño en exceso, niño que te vas a ahogar, niño a ver si te haces daño, ¡niño! ¿No ves que molestas a esos señores? La pareja de recién enamorados que a pesar del calor no pueden dejar de abrazarse para decirse cosas al oído, me estaría así contigo toda la eternidad, yo también, ¿de verdad no te hago daño en el brazo? No, no te preocupes, es que tienes una postura un poco rara. No sabes cuánto te quiero, ¿sí?, mucho, yo también, vamos al agua, es que ahora no puedo…
También se la imaginaba en los atardeceres, cuando las voces se iban apagando. Los niños ya se habían ido; los mayores estaban en sus casas, en sus rutinas; los padres histéricos descansaban; los recién enamorados ya se habían podido bañar, los dos, y estarían preparándose para apurar las últimas horas del día.
En esos momentos deseaba compartir su existencia, sus sentimientos, sus pensamientos con alguien más que con el mar.Y es ahí donde empezaba su sueño todos los días. En su playa, con su mar, y ella que se le acerca -qué voz más dulce- y le pregunta si se puede sentar a su lado, ¿por qué? Porque tengo curiosidad. Espero poder ayudarte. Estoy segura de que sí. Se la imagina con una sonrisa clara y sincera, con la mirada límpida y transparente, como su mar. Y enseguida sabe que no hace falta dar ninguna explicación al porqué de esa confianza. Es como si ya la conociera. Su plena entrega y su ternura hacia todo lo que la rodea, todo se contagiaba de ella. Sin previo aviso le abraza y le besa con una sonrisa que lo llena de felicidad infinita. Como sólo se vive en los sueños. Le hace sentir toda la plenitud del amor en un instante. Luego con su mano acariciándole la nuca le pregunta:
-¿Cómo te imaginas el mar? ¿Y la playa? Te veo llegar todos los días, siempre te sientas en el mismo lugar y se nota en tu rostro que debes sentir algo muy profundo y placentero. Tengo curiosidad por conocerlo, me gustaría saber si lo ves igual que yo.
Él, sorprendido por la forma tan natural de abordarlo y porque ya forma parte de su existencia, le explica lo que ella ya sabe, lo que él siente. Únicamente pregunta para confirmar lo que a los dos le es tan natural: su relación con el mar. Es entonces cuando sus manos se tocan y las palabras ya no tienen cabida. El mar les une y el lazo es tan fuerte y tan intenso que su felicidad se hace eterna en un instante. Ya no existe el pasado para ellos, todo es presente.
Es tan solo un sueño del que despierta cada día para regresar a él al día siguiente, junto a su mar.

 
Si tú alguna vez lo ves sentado en la orilla, como ausente, no lo molestes, está soñando. Soñando con ella y con su mar. Y si otro día te fijas un poco más detenidamente verás que hay una chica, menuda, tierna, de mirada transparente y sonrisa contagiosa que se sienta cerca de él todos los días y le observa. Sabe que él no la ve. Es ciego. Pero también sabe, no hace falta que nadie se lo diga, que está allí porque "ve" el mar y sueña con él. Lo sabe porque lo observa todos los días.
Y si tienes un poco de paciencia verás como hoy ella se arma de valor, se acerca un poco más, le acaricia la mano y le dice:
  • ¿Me puedo sentar a tu lado?
  • ¿Por qué?
  • Porque tengo curiosidad.
  • Espero poder ayudarte.
  • Estoy segura de que sí.
Entonces ella sonríe. Con esa sonrisa clara y sincera que él tantas veces se ha imaginado. Y también él sonrie.
Es su sueño que vuelve fiel a su cita de todos los días. Lo que no sabe es que ya no es un sueño. Pero se levanta para marcharse como siempre y ella entonces le pregunta:
- ¿Mañana te volveré a encontrar aquí?
Sí, cada día regresaré para contarte que no veo el mar si no estas junto a mí.

 
Si visitas de nuevo esa playa, no importa los días, las semanas, los meses que hayan pasado, tal vez veas a una pareja mirando al mar, sonriendo y cogidos de la mano. Pero ahora se levantan los dos y se van juntos. Con un sueño en la mirada él. Ella con un sueño de la mano.

 

 

 
Juancé Ceefe

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