domingo, 2 de enero de 2011

Fin de... año.

El paisaje transitaba veloz del otro lado. El traqueteo, el sopor provocado por la agradable temperatura, la avanzada hora, le impedían fijar la vista con claridad. Tenía la frente pegada al frío cristal, para evitar verse reflejado. Las sombras fugaces que no podía aferrar parecían correr hacia el pasado. Se preguntaba si era él el que huía hacia adelante o eran aquellas tierras las que buscaban el olvido en la noche, alejándose de su ventana. Intentó incorporarse, por un momento vió su figura espejada: un viejo se levantaba y alzaba los brazos, intentaba abrir la ventana para ver más claro, para ver adónde se iban los recuerdos. La ventana no se podía abrir. El vidrio se empañaba. Ni paisaje, ni imagen, ni nada, sólo humedad. El viejo se aplicó en limpiar el cristal, en luchar contra la vaharada, cada vez con más premura.
Papá, ¿qué haces en la ventana? Ven aquí con nosotros, van a dar las campanadas en la tele, tenemos que recibir el año comiendo las uvas.
Abuelo, ¿qué estabas mirando?
Nada, ya no está.


Feliz 2011!!!
Juancé Ceefe


miércoles, 12 de agosto de 2009

El cuentacuentos.


                El contador de cuentos

 

 
Siempre veía el mismo paisaje. Un trozo de cielo. Siempre el mismo pero nunca igual. Acaso una nube o un rayo de luz esquivo que se colaba hasta darse de bruces con la pared blanca, desnuda, le proporcionaba un entretenimiento efímero. A veces no sabía el tiempo que llevaba postrado. Otras, en cambio, era consciente de la eternidad invertida entre aquellas paredes.
Aunque cerrase los ojos veía aquel infierno blanco. Hacía fuerza con los párpados hasta hacerse daño en los ojos. Entonces veía múltiples destellos, como estrellas, y creía que volaba hacia el universo. ¡Qué poco duraba! Los ojos le dolían. También le dolía el esqueleto. Le dolía todo.
Pero había una realidad que le sustraía del dolor y se lo llevaba lejos de allí.
Una voz.
Una voz que comenzaba tras un susurro de hojas de libro abierto. De hojas de libro que abandonaba su solitario descanso en una ascética estantería para posarse en las manos de la persona que habitaba la cama de al lado. Y esas manos acogían el libro, como una amarra lanzada desde el barco de la vida, y por medio de una voz serena, algo ronca, quebradiza a veces, se abría a los ojos del lector, a los oídos del postrado oyente.
Era entonces, sólo entonces, cuando sus huesos se tornaban sueño y el dolor era vencido por una voz que narraba historias que le hacían volar. ¡Cuántos paisajes había visitado ya! ¡Cuántas historias había vivido!
Todas las tardes después de recibir su dosis diaria de lucha contra el mal invisible, implacable, aquel hombre rescataba el libro, lo hojeaba un instante, se detenía, como por azar, y comenzaba entonces una nueva historia.
Cada atardecer el enfermo oyente, rendido e inmóvil, lanzaba su mirada por la ventana, se olvidaba de esas cuatro paredes y dejaba que las historias fuesen el guía y el motor de sus vuelos. Siempre eran historias increíbles: amores maravillosos, dramas intensos que provocaban en sus extremidades, en su estómago, en sus pulmones, en su corazón, mejores resultados que todas las sesiones de rehabilitación.
-¿Cómo se titula, dime, ese libro que lees?
-Tiene las tapas rotas, amigo. No lo sé.
-Me emocionan sus relatos. ¿Quién es su autor?
- Lo ignoro, desafortunadamente.
-¿Sabes que lees muy bien?
-Gracias.
-Es como si las vivieras.
-A mí también me conmueven.
- Quien haya escrito esas historias debe de haber tenido una vida plena e interesante. ¡Cuánto habrá vivido! Cuántas vidas en una contenidas. Me gustaría conocerlo.
-Quizás lo hagas algún día. Aunque puede que tantas vidas desgasten y ya no le quede ninguna para vivirla él.
-Si, se trataría, pues, de una persona generosa, dando vidas a los demás. ¿Y no se quedaría una para él?
-Creo que no, probablemente, pues si así lo hiciera ya no saldrían más historias para contar. Quizás vive en las emociones de los otros y en sus sentimientos.
-¿Y no se le acabará alguna vez esa generosidad?
-Sí, ya quedan pocas páginas. Y, según se dice en el epílogo, es su única obra.
-¿Cuántas historias quedan por contar?
-Siento decirte que hoy acabaremos el libro. Y, si me permites, empezaré ya esta última historia.
Y empezó a leer con su voz queda. Era, fue, la mejor de todas. Le transportó a un lugar increíble, recorriendo paisajes maravillosos y viviendo un amor imposible y de ensueño. Escuchó toda la historia y se durmió, no recuerda cuándo. O no sabe como se durmió.
Se despertó por la mañana pensando que aún estaba en aquel país maravilloso de aquel maravilloso cuento.
Esperó toda la mañana a que su compañero de habitación regresara.
No regresó.
Cambiaron las sábanas. Vaciaron su armario. Se llevaron su cepillo de dientes. Entonces, cuando recogían el solitario libro de la solitaria estantería:
-Por favor, enfermera, si es usted tan amable, quisiera quedarme con ese libro de cuentos.
-¿Qué libro de cuentos?
-Ese que lleva en sus manos.
-¿Esto? Es una libreta vieja.
-¿Una libreta? Bien, pues…esa libreta de cuentos.
-Tenga. Aquí se la dejo para que la pueda alcanzar.
-Gracias, enfermera.
Cuando aquella mujer se marchó cogió la libreta y, con ansia, la abrió para ver con sus propios ojos aquellas historias que tanto le habían emocionado, aquellas historias mágicas.
No encontró nada. Ninguna historia. Todas las hojas en blanco. Cerró la libreta. Cerró los ojos. Su imaginación se escapó por la ventana. Y una lágrima se asomó a su mejilla.

 

 
Juancé Ceefe (2009)

No es más que un cuento…


             No veo el mar, pero lo siento.

 

 
Cada fin de semana, mejor dicho, desde el mismo viernes por la tarde, después de acabar su jornada laboral en el departamento de compras de una gran multinacional, se acercaba a la playa paseando tranquilamente.
Sabía que era afortunado porque encontrar un trabajo de acuerdo con sus posibilidades y tan cerca de casa y de su amada costa no estaba al alcance de cualquiera. Y era lo que siempre había soñado. Hace cinco años no hubiera podido imaginarse una situación más cómoda para su existencia.
Muchas veces camino de la playa se recordaba a sí mismo lo afortunado que era y lo satisfecho que debería sentirse. Era un privilegiado. Inmediatamente después de esa afirmación, él mismo se replicaba con otra de signo contrario: daría todo lo que es y lo que tiene por cumplir su sueño.
Era en ese momento, cuando se acercaba a la costa y le alcanzaba el olor del salitre y la brisa húmeda le dejaba en el rostro la huella inconfundible de su mar, cuando su imaginación se le adelantaba y ya buscaba un lugar en la orilla donde sentarse. Eran incontables las veces que hacía el mismo recorrido a lo largo del año y siempre, los últimos metros, lo hacía como un autómata. Su cuerpo seguía las indicaciones que su mente, desde la orilla, le daba. Sus sentidos, todos, estaban pendientes del acercamiento. Relajaba todos sus músculos y dejaba que todas las olas del mar, que todos sus sonidos, que toda su enormidad le invadieran. Si en verano, dejaba de sentir calor; si en invierno, dejaba de sentir frío. Se aislaba del entorno y dejaba de oír las voces a su alrededor.
Se concentraba en los sonidos que el mar le hacía llegar. Los susurros al oído, del mar tranquilo con brisa suave. Los rugidos del enfurecido mar, tormentoso, amenazador con golpes de viento dolorosos y dardos de agua hirientes. Él se limitaba a escuchar, a sentir. Lo concebía como su amigo, incluso en los desasosegadores días de tormenta, en las revueltas jornadas de ráfagas cambiantes que fustigaban su rostro.
Pero los que más le gustaban eran los de suave murmullo de tranquila conversación, con alternancias en la palabra -olas que vienen y van-, caricias de tibia brisa, como los gestos que acompañan el diálogo de dos amantes.
Entonces fantaseaba y se imaginaba la playa con una arena tan blanca que en los días de verano brillaba como un espejo. Con las voces de los niños que jugaban a su alrededor y parecía que no se cansaban nunca, ¡pasa la bola, que remato!, a ver quien salta más lejos, ¿a que no haces una voltereta sin manos? Los mayores hablando en voz alta de sus intimidades con sus vecinos de toalla, como si no hubiera nadie más a su alrededor, pues el mío ya no es tan activo como antes, tú ya me entiendes, pues yo hace meses que lo finjo para no desanimarlo. Mira esa chavala, quién la pillara, cambio una de cincuenta por dos de veinticinco, ja ja ja. Ese padre histérico preocupado por su niño en exceso, niño que te vas a ahogar, niño a ver si te haces daño, ¡niño! ¿No ves que molestas a esos señores? La pareja de recién enamorados que a pesar del calor no pueden dejar de abrazarse para decirse cosas al oído, me estaría así contigo toda la eternidad, yo también, ¿de verdad no te hago daño en el brazo? No, no te preocupes, es que tienes una postura un poco rara. No sabes cuánto te quiero, ¿sí?, mucho, yo también, vamos al agua, es que ahora no puedo…
También se la imaginaba en los atardeceres, cuando las voces se iban apagando. Los niños ya se habían ido; los mayores estaban en sus casas, en sus rutinas; los padres histéricos descansaban; los recién enamorados ya se habían podido bañar, los dos, y estarían preparándose para apurar las últimas horas del día.
En esos momentos deseaba compartir su existencia, sus sentimientos, sus pensamientos con alguien más que con el mar.Y es ahí donde empezaba su sueño todos los días. En su playa, con su mar, y ella que se le acerca -qué voz más dulce- y le pregunta si se puede sentar a su lado, ¿por qué? Porque tengo curiosidad. Espero poder ayudarte. Estoy segura de que sí. Se la imagina con una sonrisa clara y sincera, con la mirada límpida y transparente, como su mar. Y enseguida sabe que no hace falta dar ninguna explicación al porqué de esa confianza. Es como si ya la conociera. Su plena entrega y su ternura hacia todo lo que la rodea, todo se contagiaba de ella. Sin previo aviso le abraza y le besa con una sonrisa que lo llena de felicidad infinita. Como sólo se vive en los sueños. Le hace sentir toda la plenitud del amor en un instante. Luego con su mano acariciándole la nuca le pregunta:
-¿Cómo te imaginas el mar? ¿Y la playa? Te veo llegar todos los días, siempre te sientas en el mismo lugar y se nota en tu rostro que debes sentir algo muy profundo y placentero. Tengo curiosidad por conocerlo, me gustaría saber si lo ves igual que yo.
Él, sorprendido por la forma tan natural de abordarlo y porque ya forma parte de su existencia, le explica lo que ella ya sabe, lo que él siente. Únicamente pregunta para confirmar lo que a los dos le es tan natural: su relación con el mar. Es entonces cuando sus manos se tocan y las palabras ya no tienen cabida. El mar les une y el lazo es tan fuerte y tan intenso que su felicidad se hace eterna en un instante. Ya no existe el pasado para ellos, todo es presente.
Es tan solo un sueño del que despierta cada día para regresar a él al día siguiente, junto a su mar.

 
Si tú alguna vez lo ves sentado en la orilla, como ausente, no lo molestes, está soñando. Soñando con ella y con su mar. Y si otro día te fijas un poco más detenidamente verás que hay una chica, menuda, tierna, de mirada transparente y sonrisa contagiosa que se sienta cerca de él todos los días y le observa. Sabe que él no la ve. Es ciego. Pero también sabe, no hace falta que nadie se lo diga, que está allí porque "ve" el mar y sueña con él. Lo sabe porque lo observa todos los días.
Y si tienes un poco de paciencia verás como hoy ella se arma de valor, se acerca un poco más, le acaricia la mano y le dice:
  • ¿Me puedo sentar a tu lado?
  • ¿Por qué?
  • Porque tengo curiosidad.
  • Espero poder ayudarte.
  • Estoy segura de que sí.
Entonces ella sonríe. Con esa sonrisa clara y sincera que él tantas veces se ha imaginado. Y también él sonrie.
Es su sueño que vuelve fiel a su cita de todos los días. Lo que no sabe es que ya no es un sueño. Pero se levanta para marcharse como siempre y ella entonces le pregunta:
- ¿Mañana te volveré a encontrar aquí?
Sí, cada día regresaré para contarte que no veo el mar si no estas junto a mí.

 
Si visitas de nuevo esa playa, no importa los días, las semanas, los meses que hayan pasado, tal vez veas a una pareja mirando al mar, sonriendo y cogidos de la mano. Pero ahora se levantan los dos y se van juntos. Con un sueño en la mirada él. Ella con un sueño de la mano.

 

 

 
Juancé Ceefe