miércoles, 12 de agosto de 2009

El cuentacuentos.


                El contador de cuentos

 

 
Siempre veía el mismo paisaje. Un trozo de cielo. Siempre el mismo pero nunca igual. Acaso una nube o un rayo de luz esquivo que se colaba hasta darse de bruces con la pared blanca, desnuda, le proporcionaba un entretenimiento efímero. A veces no sabía el tiempo que llevaba postrado. Otras, en cambio, era consciente de la eternidad invertida entre aquellas paredes.
Aunque cerrase los ojos veía aquel infierno blanco. Hacía fuerza con los párpados hasta hacerse daño en los ojos. Entonces veía múltiples destellos, como estrellas, y creía que volaba hacia el universo. ¡Qué poco duraba! Los ojos le dolían. También le dolía el esqueleto. Le dolía todo.
Pero había una realidad que le sustraía del dolor y se lo llevaba lejos de allí.
Una voz.
Una voz que comenzaba tras un susurro de hojas de libro abierto. De hojas de libro que abandonaba su solitario descanso en una ascética estantería para posarse en las manos de la persona que habitaba la cama de al lado. Y esas manos acogían el libro, como una amarra lanzada desde el barco de la vida, y por medio de una voz serena, algo ronca, quebradiza a veces, se abría a los ojos del lector, a los oídos del postrado oyente.
Era entonces, sólo entonces, cuando sus huesos se tornaban sueño y el dolor era vencido por una voz que narraba historias que le hacían volar. ¡Cuántos paisajes había visitado ya! ¡Cuántas historias había vivido!
Todas las tardes después de recibir su dosis diaria de lucha contra el mal invisible, implacable, aquel hombre rescataba el libro, lo hojeaba un instante, se detenía, como por azar, y comenzaba entonces una nueva historia.
Cada atardecer el enfermo oyente, rendido e inmóvil, lanzaba su mirada por la ventana, se olvidaba de esas cuatro paredes y dejaba que las historias fuesen el guía y el motor de sus vuelos. Siempre eran historias increíbles: amores maravillosos, dramas intensos que provocaban en sus extremidades, en su estómago, en sus pulmones, en su corazón, mejores resultados que todas las sesiones de rehabilitación.
-¿Cómo se titula, dime, ese libro que lees?
-Tiene las tapas rotas, amigo. No lo sé.
-Me emocionan sus relatos. ¿Quién es su autor?
- Lo ignoro, desafortunadamente.
-¿Sabes que lees muy bien?
-Gracias.
-Es como si las vivieras.
-A mí también me conmueven.
- Quien haya escrito esas historias debe de haber tenido una vida plena e interesante. ¡Cuánto habrá vivido! Cuántas vidas en una contenidas. Me gustaría conocerlo.
-Quizás lo hagas algún día. Aunque puede que tantas vidas desgasten y ya no le quede ninguna para vivirla él.
-Si, se trataría, pues, de una persona generosa, dando vidas a los demás. ¿Y no se quedaría una para él?
-Creo que no, probablemente, pues si así lo hiciera ya no saldrían más historias para contar. Quizás vive en las emociones de los otros y en sus sentimientos.
-¿Y no se le acabará alguna vez esa generosidad?
-Sí, ya quedan pocas páginas. Y, según se dice en el epílogo, es su única obra.
-¿Cuántas historias quedan por contar?
-Siento decirte que hoy acabaremos el libro. Y, si me permites, empezaré ya esta última historia.
Y empezó a leer con su voz queda. Era, fue, la mejor de todas. Le transportó a un lugar increíble, recorriendo paisajes maravillosos y viviendo un amor imposible y de ensueño. Escuchó toda la historia y se durmió, no recuerda cuándo. O no sabe como se durmió.
Se despertó por la mañana pensando que aún estaba en aquel país maravilloso de aquel maravilloso cuento.
Esperó toda la mañana a que su compañero de habitación regresara.
No regresó.
Cambiaron las sábanas. Vaciaron su armario. Se llevaron su cepillo de dientes. Entonces, cuando recogían el solitario libro de la solitaria estantería:
-Por favor, enfermera, si es usted tan amable, quisiera quedarme con ese libro de cuentos.
-¿Qué libro de cuentos?
-Ese que lleva en sus manos.
-¿Esto? Es una libreta vieja.
-¿Una libreta? Bien, pues…esa libreta de cuentos.
-Tenga. Aquí se la dejo para que la pueda alcanzar.
-Gracias, enfermera.
Cuando aquella mujer se marchó cogió la libreta y, con ansia, la abrió para ver con sus propios ojos aquellas historias que tanto le habían emocionado, aquellas historias mágicas.
No encontró nada. Ninguna historia. Todas las hojas en blanco. Cerró la libreta. Cerró los ojos. Su imaginación se escapó por la ventana. Y una lágrima se asomó a su mejilla.

 

 
Juancé Ceefe (2009)

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